Cuando el fútbol deja de ser un juego. Es una línea delgada, pero crucial. En algún punto, lo que comenzó como una actividad divertida y llena de alegría puede convertirse en una carga emocional demasiado pesada para los hombros pequeños de un niño.
Vemos cómo la presión se acumula poco a poco: los gritos desde las gradas exigiendo más esfuerzo, las comparaciones constantes con otros jugadores, las expectativas desmedidas sobre resultados y rendimiento. Pero, ¿qué pasa cuando esa presión empieza a opacar el placer puro de correr detrás de un balón? ¿Qué ocurre cuando un niño siente que su valor está directamente ligado a cuántos goles marca o cuántos partidos gana?
El fútbol base debería ser un espacio donde los niños aprenden a disfrutar del deporte, no donde enfrentan críticas duras cada vez que cometen un error. Cada regaño injustificado, cada mirada de decepción, cada exigencia irracional puede erosionar lentamente ese amor inicial por el juego. Y lo peor es que, muchas veces, ni siquiera nos damos cuenta de cuándo cruzamos esa línea.
Un niño no recuerda cuántos partidos ganó o perdió a los 8 años, pero jamás olvidará si fue feliz jugando. No guarda en su memoria las estadísticas de un torneo, pero siempre recordará si sintió apoyo incondicional o solo juicios severos. Cuando el fútbol deja de ser un juego, pierde su esencia más pura: el disfrute, la camaradería, el aprendizaje libre de miedos.
Propongámonos algo diferente: celebrar el esfuerzo, reconocer el progreso, fomentar la diversión. Recordemos que estamos hablando de niños, no de profesionales. Que el verdadero éxito no se mide en trofeos, sino en sonrisas compartidas, en lecciones aprendidas y en la capacidad de seguir amando el deporte incluso cuando las cosas no salen bien.