En el fútbol base, hablamos mucho de técnica, táctica y físico, pero ¿qué pasa con los valores? ¿De qué sirve un niño que domina el regate si no sabe respetar al rival, al árbitro o a sus compañeros?
Vemos padres que insultan desde la grada, entrenadores que justifican faltas agresivas «porque así se gana», y jugadores que celebran los errores del contrario. Pero, ¿qué estamos enseñando realmente? ¿De verdad creemos que ganar a cualquier precio los hará mejores personas?
Un niño no recuerda si ganó o perdió aquel partido decisivo, pero sí recuerda al entrenador que lo felicitó por ayudar a un rival caído. No se queda con el resultado de la temporada, pero jamás olvida el día que vio a su padre aplaudir al árbitro tras una decisión polémica. No importa cuántos goles haya marcado, lo que perdura es la lección de aquel compañero que le tendió la mano después de una derrota.
El fútbol base no es solo un campo de juego, es una escuela de vida. Los niños necesitan aprender que el respeto no es una opción, es la base de todo. Necesitan entrenadores que les enseñen a ganar con humildad y a perder con dignidad, padres que prediquen con el ejemplo y un entorno que valore el fair play por encima de los trofeos.
Pero el respeto no se limita a los 90 minutos de partido. Se entrena en los vestuarios, cuando un niño ayuda a recoger el material sin que se lo pidan. Se entrena en las gradas, cuando los padres aplauden el esfuerzo de ambos equipos. Se entrena en casa, cuando se habla del rival con admiración y no con desprecio.
Cuando entendamos que el respeto es un músculo que se fortalece día a día, el fútbol base dejará de ser un reflejo de nuestras peores actitudes y volverá a ser lo que siempre debió ser: una herramienta para formar personas íntegras.
Reflexionemos: ¿Estamos construyendo jugadores o estamos construyendo personas? ¿Estamos enseñando a ganar partidos o a ganarse el respeto de los demás?