¿Escuela de vida o escaparate de egos? Esta es la pregunta que deberíamos hacernos cada vez que pisamos una cancha de fútbol base.
Cuando vemos a un niño correr tras el balón, ¿qué estamos viendo realmente? ¿A un futuro crack del fútbol profesional o a un ser humano en formación? Porque lo que está en juego aquí va mucho más allá de goles y trofeos. Estamos hablando de valores, de carácter, de aprendizaje para la vida.
En las gradas, a veces escuchamos gritos que nos hacen reflexionar: «¡Tienes que marcar!», «¡Ese pase era mío!», «¡Así no ganaremos nunca!». Pero, ¿y si ganar no fuera lo más importante? ¿Y si lo verdaderamente valioso fuera ver cómo ese niño aprende a trabajar en equipo, a respetar a sus compañeros y adversarios, a levantarse después de caer?
El fútbol base debería ser un lugar donde los errores sean bienvenidos, donde el esfuerzo sea celebrado por encima del resultado, donde cada niño pueda crecer a su propio ritmo sin sentir la presión de cumplir expectativas ajenas. No es un escaparate para proyectar nuestros propios sueños frustrados, sino una oportunidad para construir personas mejores.
Un niño no recuerda cuántas copas levantó cuando tenía 10 años, pero jamás olvidará si aprendió a enfrentar la adversidad con dignidad, a compartir con humildad, a disfrutar del juego sin condicionantes.
Recordemos que el fútbol es una herramienta poderosa, pero su verdadero valor radica en lo que enseña fuera de la cancha. Cuando entendamos esto, estaremos construyendo no solo mejores futbolistas, sino mejores personas.